Joaquín Murieta
Esta obra escénica del poeta chileno Pablo Neruda fue publicada en 1967 y estrenada, en octubre del mismo año, en el teatro Antonio Varas, bajo la dirección de Pedro Orthous. En la «Antecedencia» que precede a esta cantata u oratorio, Neruda reivindica para Chile la figura de Murieta, y rechaza la teoría según la cual no existió un único y verdadero Murieta, sino que las hazañas atribuidas al mismo fueron cumplidas por siete jefes de siete bandas distintas. Después nos dice que la obra es «trágica, pero, también, en parte está escrita en broma. Quiere ser un melodrama, una ópera y una pantomima». Y así, el cortejo fúnebre, inspirado, según confiesa Neruda, en una representación No que presenció en Yokohama, «debe tener mucho patetismo, pero patetismo andrajoso, lindando con lo grotesco».
En el prólogo, el poeta llama a «don Joaquín Murieta» «bandido honorable», pasando luego, en el primer episodio, a representar los efectos producidos entre los desheredados chilenos por el hallazgo de oro en California. Entre los que embarcan hacia California, inducidos por los tentadores, se encuentra Murieta, que en el segundo episodio, durante la travesía, conoce y se une a Teresa. Ninguno de estos dos personajes, protagonistas de la historia, aparece nunca en escena, sino que sólo se oyen sus voces, y en algún momento también se ve la sombra de Murieta.
En San Francisco nace muy pronto cierta hostilidad contra los chilenos, aunque no solamente contra ellos, sino contra todos los extranjeros, y especialmente los cetrinos, o de color. Por ello los Galgos, capitaneados por Un Caballero Tramposo, personificación del Tío Sam (que luego será quien exhiba la cabeza de Murieta por las ferias), se disponen a acabar con los chilenos y los mexicanos, a los que tildan de «Indios y mestizos», y a los cuales se proponen mandar al diablo, quemarlos y ahorcarlos, ya que sólo ha de imperar la raza blanca, la de «Los Galgos Rubios de California».
En uno de los linchamientos organizado por este grupo de encapuchados, en ausencia de Murieta, Teresa es violada y muerta, después de lo cual Murieta «juró estremecido matar y morir persiguiendo al injusto, protegiendo al caído / y es así como nace un bandido que el amor y el honor condujeron un día / a encontrar el dolor y perder la alegría». A partir de este momento, Murieta se convierte en el romántico bandido vengador al que se unen todos los desesperados víctimas de la injusticia.
Murieta robará a los ricos para dárselo a los pobres, pero los encapuchados tejen a su alrededor una leyenda de violencia indiscriminada, consiguiendo al final matarle una tarde en que «fue a dejar flores a su esposa muerta», cortándole después la cabeza para que no resucitara o le hicieran resucitar los suyos, que se contentan con robar dicha cabeza y enterrarla en la tumba de Teresa, mientras la cabeza habla y dice, entre otras cosas: «De tanto amar llegué a tanta tristeza, / de tanto combatir fui destruido / y ahora entre las manos de Teresa / dormirá la cabeza de un bandido. / … / Pero como sabrán los venideros, / entre la niebla, la verdad desnuda / de aquí a cien años, pido, compañeros, / que cante para mí Pablo Neruda».
Completan la obra tres canciones de agitación, varias ilustraciones documentales de la época y un fragmento del libro Chilenos en California (1930) de Roberto Hernández. En cuanto al estilo, en la pieza alternan los versos de arte mayor, propios de gran parte de la obra, con los de arte menor y las formas populares, muy propias para las canciones y los bailes, y presenta alguna que otra tentativa de innovación teatral.
Autor
ANTONIO ACEVEDO HERNÁNDEZ (1886-1962)
El precursor del teatro social chileno reflejó en sus obras la cruda realidad de los marginados, a partir de su propia experiencia vital. Aunque se autodefinía solo como «un carpintero muy aficionado a leer», su producción se extendió con éxito al periodismo, la investigación y el cine.
“Se me dijo que mi biblioteca carecía de valor, que lo importante era la zarzuela y el sainete reidero; eso le gustaba a la gente. También se me indicó el melodrama de mucho movimiento, espectacular». Pero Antonio Acevedo Hernández, una de las más destacadas figuras de la Dramaturgia chilena (1900-1950) sintió, en ese momento, que el destino del teatro chileno debía ser otro. De este modo, eludió la imitación de los espectáculos teatrales de la época y comenzó a desarrollar su dramaturgia basada en su propia experiencia vital: la realidad proletaria. Este antecedente fue esencial en toda la producción del autor. Acevedo Hernández se ocupó en sus obras de mostrar la pobreza y las lacras que ella conlleva: explotación, marginalidad, alcoholismo, violencia. Personajes como el obrero, el campesino, el minero, la prostituta, la mujer maltratada, son característicos de sus producciones, donde la idea de la reivindicación social se mantiene firme en medio de textos influenciados tanto por el folclor y la religiosidad popular, como por su propia lectura, intuitiva muchas veces, de textos que van desde los clásicos, hasta producciones enmarcadas en las corrientes ideológicas del socialismo y anarquismo.
La crítica especializada comentó positivamente la propuesta dramática de Antonio Acevedo Hernández, incluso lo reconoció como el padre del teatro social en Chile. Además, se lo destacó a nivel latinoamericano como uno de los más importantes autores proletarios de la primera fase de la modernidad, tanto a nivel temático, como por el circuito de producción y recepción de sus textos: gran parte de su trabajo lo efectuó junto a compañías obreras que se presentaron frente a los trabajadores.
Entre la gran cantidad de textos de su autoría, se destacan Joaquín Murieta, texto en el que recreó la figura del personaje con anterioridad a que lo hiciera Neruda; Los payadores, Irredentos, Almas perdidas, La canción rota, Árbol viejo y Chañarcillo, que es tal vez la obra más reconocida del autor. Estas últimas cuatro piezas citadas fueron recopiladas en el Teatro Selecto, con prólogo de Juan Andrés Piña, editado en 1999.
Aunque principalmente se le conoció por su teatro, cultivó otros géneros con muy buenos resultados: realizó una historia de la cueca; preparó antologías de canciones populares; colaboró como periodista en numerosos diarios y revistas de Santiago y provincia; volvió sobre la figura picaresca de Pedro Urdemales en una novela homónima. Su variado interés literario le valió ser distinguido en diversas ocasiones: Premio Municipal de Teatro por Chañarcillo, el año 1937; Premio Municipal de novela por Pedro Urdemales, en 1948; Premio de periodismo Camilo Henríquez, en 1950; y Premio Nacional de Arte mención Teatro, en 1954.
Falleció en Santiago el 1° de diciembre de 1962 y sin duda su figura perdurará por largo tiempo, pues sus obras tienen la maestría de reflejar la vida del pobre con todo lo que ella encierra; el sacrificio, el dolor, pero también la áspera inocencia, la dulzura y la sobreviviente esperanza.